Pakistán parece haber captado los vientos geopolíticos a la perfección. El mes pasado, Pakistán firmó un acuerdo de defensa con Arabia Saudita. Según este audaz pacto, un ataque contra uno será considerado como un ataque contra ambos, una dramática escalada de las garantías de seguridad en una región ya plagada de rivalidades. Al mismo tiempo, Islamabad ha enviado silenciosamente muestras de minerales de tierras raras a Estados Unidos y está explorando acuerdos de exportación más profundos. Washington, por su parte, parece recientemente interesado en tratar a Pakistán como algo más que un irritante periférico.

Estos movimientos sugieren impulso. Los comentaristas en Islamabad y Riad lo llaman un renacimiento de la política exterior paquistaní, un reconocimiento tardío de la indispensabilidad estratégica del país. La presencia del Primer Ministro Shehbaz Sharif en la cumbre de paz de Gaza sólo reforzó la impresión de que una nación regresa al centro del escenario en el mundo musulmán.

Pero esto no es un milagro de la noche a la mañana. Es producto de la necesidad, la presión y el cambio de alineamientos en una región volátil. Detrás de la óptica se esconden realidades más duras.

El primer impulsor del impulso de la política exterior de Pakistán es la retirada de Estados Unidos de Afganistán. La abrupta salida de Washington dejó un vacío que todavía lucha por llenar. Con un Irán hostil y unos talibanes atrincherados, Estados Unidos necesita un contrapeso en la región. Pakistán, con su geografía, sus redes de inteligencia y su larga implicación en los asuntos afganos, de pronto vuelve a importar.

La exigencia del presidente estadounidense, Donald Trump, de que los talibanes entreguen la base aérea de Bagram, cinco años después de firmar el acuerdo que allanó el camino para la retirada de Estados Unidos, subraya la búsqueda de influencia por parte de Estados Unidos. Si esa táctica fracasa, Pakistán se convierte en el recurso obvio: el único Estado con capacidad logística y conexiones políticas para ayudar a Washington a mantener una presencia en la región.

El segundo factor es la incómoda relación entre Estados Unidos y la India. Durante la última década, Washington ha arrastrado a Nueva Delhi hacia su estrategia en el Indo-Pacífico, fortaleciendo su perfil global en formas que Pakistán considera amenazantes. Sin embargo, la fricción entre Estados Unidos y la India ha aumentado. Las disputas sobre visas y aranceles se han agravado. La aceptación de Moscú por parte de la India ha llamado la atención en Washington.

La visita del primer ministro Narendra Modi a Beijing en agosto envió una señal clara de que la India está dispuesta a cubrir sus apuestas con China. Económicamente, su programa “Make in India”, inspirado en las estrategias de exportación de bajo costo del este de Asia, podría socavar la manufactura estadounidense. Para Trump, deseoso de mantener el equilibrio en Asia, Pakistán vuelve a parecer útil como contrapeso a los coqueteos de la India con Beijing.

El tercer factor, y el más precario, es la diplomacia minera. El acercamiento de Islamabad a Washington se centra en promesas de acceso a minerales de tierras raras, muchos de los cuales se encuentran en la inquieta región de Baluchistán. Sobre el papel, esto parece beneficioso para todos: Pakistán gana inversiones y Estados Unidos asegura recursos críticos. Pero la realidad es más oscura. Baluchistán sigue siendo la provincia más pobre de Pakistán a pesar de décadas de extracción. Los proyectos de infraestructura están infrautilizados, los aeropuertos están vacíos y el desempleo sigue siendo obstinadamente alto.

La Ley de Minas y Minerales de Baluchistán de 2025, aprobada por la legislatura provincial en marzo, no ha hecho más que profundizar el descontento. Según la ley, Islamabad está formalmente facultado para recomendar políticas mineras y decisiones de concesión de licencias en Baluchistán, una medida que ha provocado oposición en todo el espectro político. Los críticos argumentan que socava la autonomía provincial y recentraliza el control en Islamabad. Incluso los partidos religiosos de derecha, como Jamiat Ulema-i-Islam (JUI-F), rara vez alineados con grupos nacionalistas, han expresado su oposición, presentando la ley como otro intento más de desposeer a las comunidades locales de su participación legítima en los recursos de la provincia.

Esta reacción pone de relieve una tendencia peligrosa. La explotación de recursos sin participación local alimenta el resentimiento y la insurgencia. Al abrir la riqueza mineral a inversores extranjeros sin salvaguardias sociales, Islamabad corre el riesgo de profundizar la alienación de una provincia ya marcada por el conflicto y la militarización. Lo que parece salvación en Islamabad puede parecer desposesión en Quetta.

En conjunto, estos factores muestran que el cambio de política exterior de Pakistán es menos un renacimiento que un giro calculado bajo presión. El vacío afgano, la recalibración de los vínculos entre Estados Unidos e India y el atractivo de la diplomacia minera explican la nueva prominencia de Islamabad. Pero ninguno borra las fragilidades subyacentes. Washington puede volver a tratar a Pakistán como algo desechable cuando cambien sus prioridades. El peso de la India en la estrategia estadounidense no va a desaparecer. Y los agravios de Baluchistán sólo se profundizarán si los acuerdos sobre recursos siguen siendo extractivos y excluyentes.

Los aplausos en Riad, la visibilidad en la cumbre de Gaza y los corteses apretones de manos en Washington no deben confundirse con un renacimiento estratégico. Pakistán está maniobrando con cuidado, improvisando bajo presión y tratando de convertir las vulnerabilidades en oportunidades. Pero la verdadera prueba está en casa. A menos que Islamabad pueda enfrentar las fallas de gobernanza, las desigualdades regionales y la desconfianza política, los logros en política exterior seguirán siendo frágiles.

Al final, ningún pacto de defensa o acuerdo sobre minerales puede sustituir un contrato social estable dentro del propio Pakistán. Ése es el verdadero renacimiento que Pakistán todavía espera.

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la postura editorial de Al Jazeera.

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