Maggie O’Farrell dejó al mundo con el corazón encogido en 2021 gracias a la prodigiosa Hamnet, la novela en la que ficcionaba la relación de William Shakespeare —del que nunca se mencionaba el nombre en toda la obra— y Agnes Hathaway y como la muerte de su hijo Hamnet fue el material del que nació una de las creaciones más importantes del escritor, Hamlet. Lo hacía centrándose en el punto de vista de esa mujer que ve cómo su marido se va a Londres. No veíamos el auge de Shakespeare como escritor, ni su proceso creativo, que ya se nos había contado en numerosas ocasiones, sino que nos quedábamos con Agnes, esa mujer abandonada en su duelo que solo al final, en unas últimas páginas emocionantes hasta la lágrima, entendía cómo había transitado su pareja ese mismo dolor.
La adaptación cinematográfica de Hamnet era cuestión de tiempo, y rápidamente Steven Spielberg se colocó como productor y durante un tiempo hasta estuvo vinculado como director del proyecto. Finalmente, fue Chloé Zhao la cineasta que se encargó de uno de esos proyectos bombón de Hollywood. Zhao llegaba al mismo después de dos experiencias opuestas. La primera, el Oscar por tierra nómada, la segunda el fracaso de su incursión en el universo Marvel con la personal pero fallida Etéreos.
Hamnet era la prueba de fuego para ver si Hollywood rescataba a Zhao, y la directora ha salido más que reforzada porque ha convertido el material de Farrell en una respetuosa adaptación que apuesta por la sobriedad en vez de por el dramatismo. Que mantiene la esencia de todo el texto pero que sabe mezclar las señas de identidad de la directora, cuya espiritualidad, se traslada a todo lo que hace. Hamnet es, por tanto, una portentosa adaptación.
Es inteligente en su habilidad para mantener varias claves del libro. Entre ellas, una sequedad en lo que cuenta. Hamnet era poética, pero también cruda en su retrato de la muerte y el duelo. Zhao lo es, realizando su película más austera. Miedo daba pensar en qué podía haber hecho Steven Spielberg con un material dramáticamente tan inflamable, y miedo daba recordar los travellings con música de Ludovico Einaudi que Zhao colocó en Tierra nómada. Sin embargo, aquí su puesta en escena muestra un respeto sepulcral por la obra de partida gracias a unos movimientos de cámara elegantes, sobrios. Unos paneos que recorren las habitaciones sin enfatizar ni dramatizar. Un uso de la excelente banda sonora de Max Richter concreto y brillante.
Se nota que O’Farrell no ha dejado su obra para que hagan con ella lo que quieran. Ella, junto a Zhao, se encarga de la adaptación que arriesga en su construcción con apenas diálogos. No se rellenan los silencios y espacios de la novela con innecesarias explicaciones, sino que la cámara capta su estado mental de forma sensorial. Eso la convierte también en una película que, a veces, late un par de compases por debajo de lo esperado, que arrebata en sus momentos más inspirados pero a la que a veces le cuesta remontar el vuelo.
Una belleza dolorosa
La directora compone una película bellísima desde su primera escena, en la que la cámara baja por los árboles de un bosque hasta encontrar un cuerpo de una mujer en forma fetal con un vestido rojo al que retrata en plano cenital. Una belleza que se rompe con la brutalidad de la vida en varias escenas que cortan el aliento. La primera, uno de los partos más duros y realistas que se han visto en la pantalla. Sin música. Sin florituras. El otro, la escena que parte la película en dos, la muerte del hijo que llega con un alarido seco de una Jessie Buckley que es la auténtica protagonista de la película. Qué elección más interesante.
Podían haber tenido a cualquier estrella para un papel que todas deseaban, pero Zhao eligió a una de las mejores intérpretes que hay. Lo demuestra con un papel complicado, que podría haber tendido al exceso, al gesto. Y que en ella es todo lo contrario. A su lado el siempre estupendo Paul Mescal como el escritor, al que habrá que empezar a ver en otros registros y una soberbia Emily Watson como la madre de él, que en apenas tres escenas despliega todo su talento.
Hamnet, como la novela, es una película que habla sobre el duelo, sobre los que se quedan, pero también sobre cómo el arte puede sanar no solo al que lo escribe, sino sobre todo al que lo lee. Cómo una novela, una canción o una película puede hacernos entender por lo que estamos pasando. Una idea que Chloé Zhao desarrolla con una inteligentísima idea de construcción y puesta en escena. El bosque en el que se desarrolla la primera parte de la película, en el que vive la pareja y en el que muere su hijo, se convertirá en el increíble final en el bosque pintado en el que se desarrollará ahora, la tragedia de Hamlet a través de la cual Agnes y William podrán empezar a sanar su duelo.
Y quizás ambos bosques son reales, porque cuando la ficción funciona, cuando nos arrastra, no hay diferencia entre una y otra, como muestra la película en una escena potentísima en donde todos los asistentes extienden su mano hacia el actor en el teatro al aire libre. Extasiados, emocionados ante un texto que les hace entender mejor la vida y la muerte.















