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Las inconveniencias

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La tendencia actual del mundo es al aplanamiento, también en lo que tiene que ver con el contacto y la interacción con los demás: vamos reduciendo los golpes de vista, los roces en la carne, las punzadas de sonidos, los olores, los tonos sutiles, los pequeños ascos

Es inconveniente coger el metro cuando los trenes no pueden abarcar a tantos que los cogen, se ha llenado el vagón, afuera hace en octubre un calor de verano y el único remedio propuesto, aparte del enlatado, es que el ayuntamiento de turno contrate el servicio asistencial de unos empujadores; es inconveniente, pero coger ese metro y quedar en el hueco entre la cabeza de uno, un hombro, brazo levantado u omóplato es el día a día, y así es la inconveniencia de vivir, por ejemplo, en Madrid. Recuerdo estar hace poco en la estación de Rodalies de Llinars del Vallès: el acceso normal de la estación estaba cerrado y una sólo podía acceder directamente a las vías, pero había tres personas distintas recorriendo la estación en obras, limpiándola y adecentándola, cuidando con esmero una farola. No poder comprar un ticket y tener que explicarle al revisor en Sants que No has podido comprar un ticket —o colarte al salir— es inconveniente, pero esos limpiadores eran tan absurdos, tan extraños, como eran capaces de descolocarme tanto con su labor.

Lauren Berlant escribe que, en general, los otros no son el infierno. Los otros son inconvenienteslo que significa que hay que lidiar con ellos, y ese “ellos” nos incluye a todos, también a quien escribe y a quien lee. Dice Berlant que la inconveniencia es la fuerza que hace que una cambie ligeramente de posición al procesar el mundo, escribe que se manifiesta en un golpe de vista, un roce en la carne, la punzada de un sonido, un olor, un tono sutil, un pequeño asco. Sobre la inconveniencia de otras personas es su último ensayo, traducido al español y publicado este año por la editorial Mutatis Mutandis; su título me recuerda inevitablemente al libro de Cioran, bastante más pesimista y nube negra, Del inconveniente de haber nacido. Es una conexión lógica: una nace y se ve arrojada a un mundo en el cual convive necesariamente con otras personas, que pueden ser agradables o desagradables, simpáticas o mezquinas, tener un buen día o un mal día. Es inconveniente para el vecino del segundo y su sonómetro la música que toca en su guitarra el del piso de al lado, aunque suene bien; es inconveniente hacer o decir cosas que una no querría hacer o decir, toda renuncia a la satisfacción de una aspiración propia porque pensamos en el otro, lo valoramos, le damos un lugar, como es inconveniente que un plan se tuerza.

Tengo la sensación de que con las inconveniencias sucede algo perverso: consideramos que las más grandes se escapan tanto de nuestro control, son tan inabarcables, que las asumimos como una inevitabilidad frustrante y dolorosa. Al mismo tiempo, toleramos cada vez menos las inconveniencias pequeñas: buscamos cómo limar para quitarle la punta al día a día de la vida, que no pinche ni moleste. La tendencia actual del mundo es al aplanamiento, también en lo que tiene que ver con el contacto y la interacción con los demás: vamos reduciendo los golpes de vista, los roces en la carne, las punzadas de sonidos, los olores, los tonos sutiles, los pequeños ascos. 

Una aplicación nos permite pedir comida a domicilio sin hablar con nadie. El iPhone incluye en su última actualización la opción de que una voz vinculada a la inteligencia artificial responda por ti a la llamada de desconocidos, pregunte de quién se trata y luego te lo resuma, a ver si quieres aceptar la llamada o no. Las cajas de autopago del supermercado quitan un puesto de trabajo y fomentan el ensimismamiento. Nos molesta más hablar con alguien que piensa de una forma distinta a como pensamos nosotros, y expresamos ante ello mayor irritación, que el enésimo atasco, fallo estructural o retraso fruto de unas decisiones políticas concretas. Pagamos esa inconveniencia y esa frustración con esas otras personas, esos inconvenientes, en lugar de convertir las inconveniencias grandes en gasolina para la protesta.

Hay una inconveniencia necesaria y otra que no tendría por qué ser así. Tengo un vecino, cuarenta años mayor que yo, que me ha cogido mucho cariño: bromea sobre sí mismo que ve una tele de fachas o hace cosas de fachaspero en nuestra interacción poco importa que yo sea una roja, y a los dos nos resulta igual de inconveniente el Airbnb sin cédula de habitabilidad que alguien, buscando especular, intenta colar en la comunidad. Habría sido fácil, tal y como son las cosas, como es el ritmo, como es la vida, no interactuar con mi vecino, pasar por mi calle sin hacer ruido; o sea, tacharlo como un inconveniente en lugar de ganar un cómplice. A ambos nos molesta igual la inconveniencia mayor que llena nuestro barrio durante siete días y lo convierte en un lugar innavegable sometido a un peregrinaje sin fin de cañas y tapeo. Y a ambos nos gusta igual cuando llegan las fiestas del barrio.

¿Cuál es la diferencia entre la primera de esas inconveniencias y la segunda, entre la fiesta que es inconveniente y nos da rabia y la fiesta que puede ser inconveniente y nos da goce? De la segunda puede salir una comunidad, una repetición, un encuentro colectivo; es una inconveniencia fértil. La primera, en cambio, es como una invasión por parte de turistas: ser hurtada durante un tiempo del tránsito por las calles a las que llamas casa. Como esto pasa todo el rato, como las ciudades siguen expulsando, gentrificándose, convirtiéndose en decorados, quizá lo conveniente sería, entre todas las inconveniencias pequeñas que somos, juntarnos y hacernos cómplices para enfrentar las inconveniencias mayores que nos molestan por igual a todos. Se trata de cambiar ligeramente de posición al procesar el mundo. El otro seguirá irritándonos, no desaparecerán los olores desagradables, los comentarios que nos chirríen como el sonido de una uña en la pizarra; pero más inconveniente aún, mucho más, sería que no hubiera otro con el cual conspirar.

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