Estamos llegando al primer aniversario de la dana de Valencia y aún estamos recogiendo las enseñanzas y analizando las secuelas que se derivan de esa tragedia. Nos hemos dedicado, con razón, a someter a escrutinio las horas y minutos que pasó Carlos Mazón en el dichoso Ventorro, pero hemos prestado mucha menos atención a cómo lograron sobrevivir y empezar a recuperar una frágil cotidianeidad la población más vulnerable y afectada. La banalización del mal que representan los silencios e incongruencias de Mazón conecta directamente con la capacidad de salvar vidas y bienes si los avisos se hubieran producido cuando la gran cantidad de información existente así lo exigía. Pero por debajo de esa notoriedad de la conducta de los que tenían que tomar una decisión que no podía esperar, ha despertado mucha menos atención la situación pre-dana de los que fueron, a la postre, más afectados. Lo que implica repensar no solo los cauces de los ríos, torrentes y barrancos, sino también las condiciones de vida de quienes más han acabado sufriendo tal desastre.
En una de las poblaciones afectadas en la misma Horta Sud, en Alaquàs y, concretamente, en su espectacular castillo, se celebró la pasada semana un Congreso Internacional en el que se querían relacionar dos aspectos clave: los servicios sociales y las situaciones de emergencia extrema. La pregunta que atravesaba toda la reunión, organizada por la Cátedra Interuniversitaria de Servicios Sociales con sede en la Universitat de València, era importante: ¿cómo sostener la vida cotidiana, el tejido social de una comunidad, cuando todo se tambalea, cuando, al salir de tu casa al final del aguacero, no reconoces ni el lugar en el que vives? Y, más significativo aún, ¿cómo hemos de trabajar en el tejido social, en el municipio, en nuestra forma de entender la comunidad en que vivimos para que la próxima vez las consecuencias no sean tan brutales?